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sábado, 21 de abril de 2012

En defensa de los “malos hinchas”

En defensa de los “malos hinchas”
Por: Diego Londoño Galeano.

No comparto esa tendencia de los autoproclamados “buenos hinchas” de restar valor a los que no asumen de manera extrema su gusto o preferencia, ese señalamiento de “seres de menor valor” hacia quienes gustan del fútbol pero no se entregan a él de forma obsesiva. Quienes no “apoyan” permanentemente a un equipo o no se alteran dramáticamente con un resultado deportivo no tienen por qué seguir siendo señalados como los malos de la película.

El “buen hincha”, como socialmente es llamado quien más asiste a un estadio, quien va a todos o gran parte de los partidos de la temporada, asume una postura perfectamente aceptable, siempre que tenga claridad en varios asuntos: esos otros, por los que expresa odio y antipatía, son los que posibilitan que exista la competencia: no hay fútbol si no existen rivales; existen hinchas de otros equipos, tienen el mismo derecho y no son “inferiores” por tener una preferencia distinta; y se es susceptible de actuar de manera violenta en grupo si no se tiene una mirada crítica de hasta qué punto me comporto como los demás por simple influencia de la masa, así tengan una camiseta del mismo color que la mía.

Cuando esos aspectos se convierten en las raíces de la violencia material o física podría decir, categóricamente, que si alguien se merece el rótulo de mal hincha son precisamente ellos. Esos que generan violencia de tipo gestual, verbal o simbólica que propician las demás sí que son personas dañinas, por suerte son minoría socialmente pero bastante perjuicio el que causan. Esa mirada filial en la que el grupo representa un modelo de “familia” y la validación de su calidad de sujeto basada en su nivel de permanencia y constancia es una postura sumamente extrema y con tintes fanáticos.

Defiendo a aquellos “malos hinchas” que prefieren ver un partido por televisión o imaginarlo al escuchar una transmisión radial: esa costumbre de otras etapas de la afición al fútbol que se ha ido perdiendo y que contiene elementos de la cultura del silencio, la de la lectura que ha desplazado la del ruido de la televisión, como citaría Vicente Verdú. Defiendo a esos que, si bien tienen un equipo preferido, también dedican tiempo a otras actividades y a quienes alternan ir al estadio, con ir a cine, de paseo o quedarse en casa. Honestamente, no creo que quienes únicamente van a una final de fútbol sean seres de menor valor que quienes van todo el año: son parte de esa diversidad de espectadores; si me permiten, eso mismo lo digo para los amantes del teatro o el cine que denigran de lo quienes solo van a las funciones más “taquilleras”.

Bienvenida la diversidad y créanme: quienes asumen el fútbol como una parte de su vida y no como la vida misma tienen menos riesgo de terminar en el grado de fanatismo que bastantes problemas sociales ya ha propiciado. Es más probable que quien cree que “su” equipo de fútbol preferido es el eje de su vida agreda o hasta mate por él que quien reparte su energía vital en varios asuntos.

Claro, hablo y escribo de fútbol y he invertido largas horas de mi vida en estudiarlo. Disfruto del juego, de sus componentes estéticos y de la incertidumbre del resultado; pero no tengo absolutamente nada en contra de aquellos que dividen su tiempo en diversas actividades y, de hecho, me parece admirable encontrarme con seres que no tengan una etiqueta en la frente, aquellos marcados con un único y extremo gusto.

Sí, entiendo que los “malos hinchas” no representan los “buenos hinchas” del negocio. No aportan tanto dinero y no posibilitan los exagerados sueldos de futbolistas y la jubilación precoz de sus empresarios. Pero no es mi asunto de interés. El que haya más fanáticos es más rentable para el negocio del fútbol, pero más que en el fútbol deberíamos pensar en qué tipo de sociedad queremos.

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